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De amor

Un atardecer precioso. La rojiza brisa, cargada de frescor de lago, galopaba por mis cabellos con la suavidad del otoñal aire crepuscular. Aguas tan tranquilas como los días de antaño. El mortecino sol alumbraba y reflectaba su débil imagen en el centro del inmenso estanque. El verde de la naturaleza que allí existía distorsionaba y enloquecía a la oscuridad que, como un manto, sobre mi corazón se cernía.

Cuán lejos me encontraba del mundo que yo conocía, cuán lejos.

Desde mi elevada posición divisaba la gloriosa puesta del sol sobre la laguna, y a la izquierda de ésta, mi mansión. El camino descendía serpenteante hacia la bella construcción, con su fina talla de madera y su pulida piedra, cual artístico brochazo daba forma a esa vehemente ilustración.

No me sorprendió mi miedo en aquel instante. Chocaban las realidades de la melancolía y el amor contra el impasible y poderoso rostro de la gran natura.

En aquella casa se encontraban todos los recuerdos a los cuales yo me veía vinculado, recuerdos tan dolorosos como necesarios para mi triste y ahogado corazón. El impulso que me había llevado hasta allí ahora cesaba, dando lugar a una duda, el cruel destino que había forjado mi vida me sobrevenía y me tentaba en infinitas sensaciones.

Recordé los días que con ella yo pasé, días repletos de felicidad y de hermosura.

El irrefrenable deseo de volverla a ver logró en mí una funesta reacción. Vidrioso el cielo ante mis húmedos ojos, frondosas lágrimas de deseo y desesperación brotaron de ellos, saciadas con la tristeza de mi absorta mirada. El punto en el que el sendero se posa ante ti asombrado por tu falta de valor, observando y preguntándose a sí mismo si aún pretendes seguirlo.

—Si, claro que sí —al aire respondí.

Las opciones menguan y las precipitadas acciones aumentan, cree el intolerante destino que por su diversión malogró mi vida, el que aún se mofa a escondidas de las turbulencias de mis sentimientos.

Seguiré adelante, ahora allí moraré el resto de mis días, en ese solitario caserón donde antaño solía pasar mis vacaciones. Con la crueldad del tiempo conviviré y mis tareas realizaré. Le escribiré a todas horas mis sentimientos, los detallaré y en forma de poesía los colocaré, tan cuidadosamente como cuando ella susurraba cariñosas palabras a mi oído. No cesaré en mi traducción, mi curiosa traducción en que, desde mi vida a su muerte, le leeré a cada momento, de uno en uno, todos los poemas que vaya escribiendo.

¿Cuándo embargué mi existencia por su alma? No lo sé, pero no me importa.

Poco a poco y con la tardía brisa del otoño acariciando mis mejillas, caminé hacia abajo, hacia el placentero tormento que allí me esperaba para el resto de mis días.


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