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Última actualización de este contenido: 25 de noviembre de 2024 por Felip Granados

Códice de las sombras: El agujero en el solar.

CDS 004 – El cuento de Laura

En este episodio de nuestro podcast, el Pequeño Jonesy nos sumerge en un misterio narrando la inquietante experiencia de Laura en un pequeño pueblo valenciano.

A mediados de los 90, Laura se enfrenta a un agujero oscuro en un solar abandonado, un vestigio de su infancia marcado por juegos inocentes y una presencia inexplicable que la atrae hacia lo desconocido.

No olvides compartirlo y dejarnos tus comentarios. ¡Queremos saber qué piensas de este nuevo viaje al corazón del misterio!

Pequeño Jonesy del Códice de las Sombras

TRANSCRIPCIÓN COMPLETA DEL EPISODIO:

Buenas noches almas errantes y curiosos nocturnos, soy el pequeño Jonesy, vuestro abad en este santuario de sombras y susurros. Hoy, en nuestro programa, vamos a sumergirnos en una experiencia que nos dejará los pelos de punta. Nos acompaña la historia de Laura, cuya vivencia nos lleva de vuelta a la década de los 80, a un pueblo de la comunidad Valenciana.

Hablaremos de juegos infantiles, de un solar olvidado, y de un encuentro que desafía toda explicación racional. Preparaos para esta vivencia,  marcada, en especial,  por un agujero tenebroso y e intrigante. Sin más preámbulos, mis queridos fieles, viajemos a ese momento, en un pequeño pueblo de España, hace ya muchos años.»

Laura, recuerda aquel verano como si fuera ayer, aunque han pasado ya más de tres décadas. Aquella era una época más inocente que la actual, donde los niños aún jugaban en las calles y en los solares abandonados sin la constante vigilancia de los adultos. Su familia se había mudado recientemente a un pequeño pueblo, de esos que parecen detenerse en el tiempo, y ella, con sus escasos ocho años, encontró en aquel cambio una aventura. No tardó en hacer amigos; era fácil cuando todos los niños del lugar se reunían a diario, en la plaza o en el solar vacío al final de su calle para jugar.

Ese solar era su favorito. Estaba rodeado por una rejilla metálica oxidada, con huecos por donde fácilmente podían colarse. Dentro, la naturaleza había reclamado su espacio: hierbas altas, arbustos esparcidos, y lo que más les atraía, un viejo árbol caído que servía de base para sus aventuras imaginarias. Pero había una parte del solar que todos evitaban, un rincón en el que se abría un agujero oscuro en el suelo, parcialmente oculto por las hierbas. Les dijeron que se trataba de los restos de una construcción sin terminar. Lo cierto es que nadie se atrevía a acercarse demasiado; había algo en ese agujero que les ponía los pelos de punta, una sensación de peligro inminente que incluso los más valientes respetaban.

Una tarde, mientras jugaban un partido de fútbol, la pelota con la que se entretenían rodó directamente hacia ese rincón prohibido. Se quedaron todos en silencio, mirándola detenerse justo al borde de ese agujero.

—Voy a por ella —dijo Laura, más por un impulso de bravuconería infantil que por verdadero coraje.

Sus amigos la observaron con miradas inquietas, pero algo dentro de ella necesitaba demostrar que podía hacerlo.

Con paso cauteloso, se acercó al agujero. La tierra alrededor de este, parecía más seca. Al asomarse, una brisa fría le golpeó el rostro, lo cual, de principio, ya era extraño considerando que se encontraban en verano.Aquel agujero, era profundo, mucho más de lo que había creído antes, y de un espesor oscuro que parecía tragarse toda la luz que caía en él.

—Es solo un agujero —intentó convencerse, aunque su voz sonó temblorosa e insegura.

En ese preciso instante, escuchó algo proveniente de aquel pozo. Una voz susurrante, emergió del interior. «Ven», le invitaba, con una extraña calma que no le pareció humana. Sintió la adrenalina recorrerle la espalda, y acto seguido miró a sus amigos, buscando en sus rostros, alguna señal que le indicara que ellos también lo habían oído, pero estaban demasiado lejos.

—¿Quién está ahí? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y miedo.

No hubo respuesta, solo el eco de su propia voz resonando en la oscuridad. Decidió entonces, que era el momento de irse. Se agachó para recoger la pelota, pero justo cuando se disponía a alejarse, al darle la espalda al agujero, algo frío y firme la agarró por el tobillo. Laura gritó, por puro instinto, mientras tiraba y pataleaba para liberarse. La presión alrededor de su tobillo se incrementó, como si lo que sea que la agarrase, no tuviera intención de soltarla.

Sus amigos, alertados por sus gritos, corrieron hacia allí. Al acercarse, lo que fuera que la sujetaba la soltó de repente. Entre sollozos y respiraciones entrecortadas, les contó lo sucedido, aunque al mirar hacia el agujero, nadie vio nada más, aparte de oscuridad y silencio.

Aquel incidente marcó el final de sus juegos en el solar. Sus padres, al enterarse, reforzaron la idea de que no debían jugar cerca de lugares peligrosos, aunque todo quedó en que Laura casi cae por el agujero, ya que ella nunca les contó nada de la voz ni de que “algo” que la había agarrado. Con el tiempo, ese recuerdo se fue difuminando, relegándose a las sombras de su mente como una pesadilla infantil.

Los años pasaron, y con ellos, la vida llevó a cada uno de esos niños, por caminos diferentes. Laura, se alejó del pueblo, estudió en la ciudad, y empezó a construir una vida lejos de aquellos veranos eternos de su infancia. Sin embargo, hay cosas que, sin importar cuánto tiempo pase, permanecen latentes en la memoria.

Fue durante una visita a sus padres, ya siendo adulta, que el pasado decidió mostrarse de nuevo. Caminaba por el pueblo, disfrutando del nostálgico recorrido por las calles en las que una vez corrió y jugó, cuando, casi sin darse cuenta, se encontró frente al viejo solar. El lugar había cambiado; la rejilla estaba ahora reemplazada por una valla metálica, más alta y menos acogedora, que no dejaba siquiera lo que había dentro.

En una de esas paredes de metal, había una puerta hecha del mismo material, que daba al interior. La puerta estaba ligeramente entornada, con unas cadenas y un candado abierto colgando de un agujero en la chapa.

Laura se asomó con interés, al que en su entonces fuera, el lugar preferido de sus juegos. 

El solar, antes un espacio salvaje de aventuras, estaba ahora despejado, como si alguien estuviera planeando construir algo allí. Sin embargo, lo que realmente capturó su atención fue que el agujero, aquel oscuro abismo de su infancia, aún estaba allí, en un rincón, aunque ahora estaba rodeado por una valla de seguridad y señales de advertencia.

La curiosidad la llevó a acercarse, manteniendo una distancia prudente. El agujero parecía igual de oscuro y amenazante que en su recuerdo, un pedazo de noche eterna en medio del día.

—¿Qué eres realmente? — murmuró, sin saber muy claro por qué lo había hecho.

—¿Vienes a buscar respuestas? — una voz a su espalda le sobresaltó, arrancándole de sus pensamientos.

Se giró para encontrarse con un hombre mayor, el cual tenía un rostro curtido por el sol y unas profundas arrugas que marcaban el paso de sus años. Vestía ropa sencilla, y su mirada llevaba un extraño brillo de conocimiento, como si estuviera familiarizado con sus más íntimas inquietudes.

—Disculpe, ¿le conozco? —preguntó ella, intentando ocultar su sorpresa.

—Probablemente no, pero yo conozco este lugar más de lo que me gustaría —dijo, observándola con curiosidad—. He vivido en este pueblo toda mi vida. Vi este agujero convertirse en una leyenda local, vi a los niños evitarlo, y a los adultos ignorarlo. Y también sé lo que ocurrió aquí, hace mucho tiempo.»

Laura, intrigada aunque algo cautelosa, le preguntó qué había ocurrido, decidida a escuchar la historia.

Aquel hombre, le explicó que antes de que ese solar fuera abandonado, había allí una construcción, una casa que nunca se terminó. Le dijo que el dueño era un hombre extraño, hermético, del que se decían muchas historias. La gente hablaba de experimentos raros, de ocultismo, aunque probablemente fueran solo habladurías de pueblo. Así como de que aquella persona, un día,  simplemente desapareció, dejando todo a medias, incluido ese agujero, que se suponía que tenía que ser el sótano de la casa.

El hombre hizo una pausa, como si estuviera considerando cuánto más decir. Luego, volviendo a mirarla a los ojos, continuó.

Según el anciano, aquel hombre no desapareció, sino que murió bajo circunstancias poco claras para nadie. Aunque, para la salud mental de la mayoría, había sido preferible abrazar una mentira reconfortante, convencerse de que simplemente se había largado a un lugar desconocido.

Se ve que después de su muerte, cosas extrañas empezaron a ocurrir cerca de aquel agujero. Se oían voces y se veían sombras. Eso eran cosas que se atribuían a la imaginación de la gente supersticiosa del barrio, hasta que una niña, jugando, aseguró que algo había intentado agarrarla desde dentro.

Los ojos de Laura se abrieron de par en par. Y le confesó algo temblorosa,  que esa niña había sido ella.

El hombre le miró con una mezcla de sorpresa y comprensión.

—Entonces sabes de lo que hablo. Muchos no te creyeron en aquel momento, pensaron que era un juego de niños, una historia inventada para llamar la atención —le dijo.

Laura, buscando algo de lógica a aquella historia, le preguntó si sabía que era lo que había allí abajo.

El anciano le explicó que el antiguo dueño del solar, descubrió algo que no debía haber descubierto, algo incompresible que era mejor dejar tranquilo. Pero que desconocía los detalles de tales descubrimientos.

La conversación le dejó más inquieta de lo que esperaba. Le agradeció al hombre su tiempo y sus palabras, y se alejó de allí con una sensación de inquietud que no había sentido en años. Lo que en su momento había considerado un miedo infantil, parecía tener mucho más sustento del que creía.

Esa noche, en la casa de sus padres, el sueño se le resistía. La conversación con el anciano había revivido recuerdos y temores que creía superados. Se encontraba atrapada en una mezcla de racionalidad adulta y la fantasía de una niña que una vez sintió algo inexplicable. Sintió que necesitaba respuestas, o al menos intentar encontrar alguna explicación lógica a lo que había vivido. Su mente de adulta se negaba a aceptar la idea de algo paranormal, pero su experiencia infantil, junto la reciente conversación con el anciano, impedían que pudiera descartarla por completo.

Al día siguiente, se dirigió a la biblioteca del pueblo, con la esperanza de encontrar algo de información sobre aquel solar y su anterior dueño. La biblioteca era pequeña, pero bien surtida, con una sección dedicada a la historia local. Pasó horas revisando libros y recortes de periódicos, buscando cualquier mención a la casa inacabada o a su misterioso propietario.

Finalmente, encontró un artículo en un periódico viejo, tan amarillento por el tiempo que temió que se deshiciera al tocarlo. El artículo hablaba de la desaparición de un hombre, un científico que había venido al pueblo con la intención de establecerse y construir una casa. Se mencionaba su interés en el ocultismo y en teorías científicas consideradas radicales para aquella época. El artículo concluía con la inesperada muerte de aquel hombre, aunque sin entrar en los detalles de cómo se había producido.

Aquellos datos, no eran mucho más de lo que ya sabía, pero al menos, era la primera confirmación de que la historia que el anciano le había contado, era cierta. Decidida a saber más, se dirigió al ayuntamiento, donde amablemente le permitieron acceder a los archivos municipales. Entre los registros antiguos, encontró el nombre del antiguo propietario: Alberto G. Martínez. El permiso de construcción para su casa estaba allí, fechado varios años antes de que ella naciera, con planos que incluían un amplio sótano. Sin embargo, no había registros posteriores sobre el avance de la obra o su finalización.

La búsqueda la llevó al cementerio del pueblo. Caminó entre las lápidas bajo el cielo nublado de la tarde, hasta que encontró una tumba apartada de las demás, más modesta, sin flores ni adornos. La inscripción era simple: «Alberto G. Martínez, 1932-1977». Ninguna mención a familiares, amigos, o incluso a su profesión. Era como si el mundo hubiera decidido olvidarlo.

De pie frente a la tumba, le invadió una sensación de tristeza por ese hombre, cuya vida y pasiones parecían haber sido borradas, dejando solo su nombre en una fría lápida.

¿Había encontrado en su búsqueda de conocimiento oculto, algo que jamás debió encontrar? ¿O simplemente había sido una víctima de su propia obsesión, dejando tras de sí un legado de misterio y supersticiones infundadas?

Regresó al solar, impulsada por una necesidad de confrontar el lugar que había iniciado todo esto. La tarde comenzaba a ceder ante el crepúsculo, y el agujero, claramente visible tras la valla de seguridad, parecía ahora incluso más oscuro. Se quedó allí, observando, casi a la espera de que algo o alguien le diera una respuesta.

Entonces escuchó una voz, tan clara como si alguien estuviera hablando directamente a su lado. No era la voz susurrante que recordaba de su infancia, sino una calmada y triste. «Lo siento, no era mi intención.»

Dio un salto, buscando la fuente de esa voz, pero estaba completamente sola. El solar estaba en completo silencio, con la única excepción de una suave brisa que movía suavemente su cabello.

—¿Alberto? —susurró, casi esperando no obtener una respuesta.

Para su alivio, no hubo más voces, ni susurros, ni sombras. Solo el silencio y la sensación de que, de alguna manera, había recibido un mensaje. Un mensaje de arrepentimiento, de un hombre que había cruzado límites que no entendía, afectando no solo su vida, sino las de aquellos que, como ella, años más tarde se encontrarían con las consecuencias de sus acciones.

No obstante, la búsqueda de una lógica se imponía ante lo desconocido. Aquella experiencia la dejó con más preguntas que respuestas. El susurro que creyó escuchar, ¿fue real o solo producto de su imaginación alimentada por aquella historia y el ambiente nocturno? Decidió que, para encontrar algún tipo de cierre a todo aquello, necesitaba hablar con alguien que conociera bien a Alberto G. Martínez, o al menos, que pudiera ofrecerle una perspectiva más sólida sobre lo ocurrido.

Después de algunas indagaciones, dio con una mujer mayor que había vivido en el pueblo toda su vida y que, según le dijeron, había sido amiga de Alberto. La mujer la recibió en su casa, una pequeña vivienda decorada con fotos antiguas y muebles de madera que crujían con cada paso. La señora, que se llamaba Carmen, la escuchó con atención mientras explicaba su interés por la historia del solar y su conexión con Alberto.

Carmen suspiró al tiempo que una mezcla de nostalgia y pesar cruzaba por su rostro.

Le explicó, mientras servía té en dos tazas de porcelana,  que Alberto había sido un hombre brillante, aunque obsesionado.

Le dijo que aquel hombre, siempre estaba buscando respuestas a preguntas que muchos preferíamos no hacer. El creía en la ciencia, pero también estaba convencido de que había conocimientos antiguos y ocultos, que podían revelar los misterios del universo.

Laura, le preguntó qué era lo que le había ocurrido, ansiosa por entender cómo un hombre de ciencia se había visto envuelto en lo que parecía ser una trama sacada de un cuento de terror.

Carmen le explicó que todo fue culpa de su obsesión por contactar con otras realidades y planos de existencia. Empezó a mezclar sus experimentos científicos con rituales que decía haber encontrado en antiguos textos. La gente empezó a evitarlo, y cuando murió, muchos empezaron a decir que había huido, incapaces de enfrentarse a lo que podía haber pasado.

La historia de Carmen confirmaba la sensación de que Alberto había tocado algo que no debía, algo que tal vez explicaría los extraños sucesos alrededor del agujero en el solar.

Carmen con un tono de voz bajo, le dijo que creía que Alberto abrió una puerta que no supo cómo cerrar, y que desde entonces, ese lugar no ha sido el mismo.

—¿Y cree que hay alguna manera de cerrar esa puerta —preguntó inocentemente Laura.

Carmen la miró con cierto asombro, sus ojos reflejaban una extraña  mezcla de fascinación y resignación. Le explicó que no tenía respuestas para esa pregunta, y le insinuó que quizá había cosas de las cuales era mejor mantenerse alejada, evitando cualquier posible interacción.

La conversación con Carmen la dejó pensativa. Había buscado respuestas, y aunque había encontrado algunas, también se había enfrentado a la realidad de que no todas las preguntas tienen una solución clara. La historia de Alberto, su obsesión y su muerte, el agujero en el solar y los sucesos inexplicables que lo rodeaban, todo parecía formar parte de un rompecabezas cuyas piezas, a su juicio, no encajaban del todo.

Esa noche, antes de irse a dormir, se preguntó sobre los límites entre la ciencia y lo desconocido, y sobre las marcas que dejamos en el mundo, intencionadamente o no. La experiencia del agujero en el solar, lo que sintió de niña y lo que había descubierto como adulta, todo le indicaba que, tal como le había aconsejado Carmen,  hay misterios que requieren de un respeto y una cautela que Alberto G. Martínez no tuvo.

Al amanecer, tomó la decisión de marcharse del pueblo. La estancia había revivido viejos recuerdos y despertado preguntas que quizá nunca tendrían respuesta. Mientras conducía por la carretera para salir del pueblo, al pasar por delante de aquel solar, algo captó su atención.

En una de las vallas exteriores, un cartel recién colocado por el ayuntamiento anunciaba el comienzo de una nueva construcción. Los detalles del proyecto prometían la edificación de un nuevo complejo, algo que cambiaría irrevocablemente el paisaje de su memoria.

—Quizá es lo mejor —se dijo a sí misma.

Con un suspiro continuó su viaje, dejando atrás el pueblo y sus fantasmas. Tenía su vida en otro lugar, y la distancia, tanto física como emocional, le alejó aún más de allí. Tras la muerte de sus padres, las pocas ataduras que le quedaban con ese lugar se disolvieron, y nunca más volvió.

Ah, mis queridos e incautos feligreses, en nuestro viaje a través de esta oscura fábula, debemos preguntarnos: ¿Qué abismos estamos dispuestos a explorar en nuestra búsqueda de respuestas? ¿Y a qué precio?

La pequeña Laura, con su valentía infantil se adentró en lo desconocido, movida por la curiosidad.. Años más tarde, regresó de manera inconsciente, en busca de respuestas, solo para darse cuenta de que hay misterios que es mejor dejar sin resolver.

 La historia de Alberto G. Martínez, ese pobre hombre, es un espejo en el que todos nosotros deberíamos mirarnos.

En verdad os digo, que si alguna vez os adentráis en la oscuridad, ya sea por curiosidad o por necesidad, recordad las palabras de vuestro queridísimo abad: no todo lo que está oculto debe ser revelado, y ten cuidado con lo que deseas, pues podrías conseguirlo.


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