Edmond Mathews era un hombre realmente inquietante. La investigación se centraba ahora sobre su persona, un excéntrico multimillonario dueño de la más prestigiosa marca farmacéutica. Todos los cabos sueltos del caso parecían poder atarse en aquel lugar, en su mansión de la isla Hubb.
Un sucio y raído bote había traído al detective hasta aquel remoto lugar. El frío y la oscuridad de aquella noche le habían proporcionado varios escalofríos mientras atracaba en el embarcadero, en la parte posterior de la isla. Desde ese lugar, había divisado en lo alto de una cima, el gran caserón, con las borrascosas nubes de fondo, solo iluminadas por una luna blanquecina y aterrada. La casa, del mismo modo que su dueño, resultaba altamente inquietante y perturbadora.
Mientras se encaminaba hacia la mansión, Nathan había revisado de forma casi compulsiva el estado de su linterna y su revolver. Aquel lugar le daba muy mala espina, y el miedo no cesaba de crecer en su interior.
La noche era fría y oscura, acompañada por un perturbado viento que soplaba en todas direcciones. El camino de tierra por el que andaba estaba flanqueado por amenazadores y sinuosos árboles que, en aquella negrura, parecían observarle en todo momento. A medida que se acercaba a la casa, el viento bufaba aún más fuerte y desordenado, como si quisiera advertirle de que diera media vuelta y no volviera nunca más. No obstante, siguió caminando hasta llegar a la parte delantera de la mansión.
Llegó a un patio lleno de hojas, las cuales saltaban alteradas de un lado a otro según los caprichos del viento. En el centro, había una fuente en forma de estatua de piedra. La escultura simulaba ser un anciano que arrastraba un niño cogido por una oreja. De la boca del niño salía un pequeño y oxidado tubo de hierro, desde el que, en otros tiempos, debió brotar un chorro de agua. La piedra estaba raída, y en la zona de los ojos del viejo se había desprendido una parte. Nathan pensó en la clase de persona que podía tener tremendo mal gusto, y tuvo un ligero escalofrío.
Se acercó a la casa dejando atrás la horrorosa fuente. La entrada era una puerta doble, de madera oscura y exquisita talla. Un grotesco aldabón de cobre colgaba a cada lado, con la forma de una cara que agarraba un gran anillo por la boca.
«Otra muestra de mal gusto»
Nathan empujó suavemente y una de las hojas de madera se desplazó hacia adentro, estaba abierto. Para su desgracia, al entrar en la casa la luz de su interna empezó a fallar.
—No puede ser… —masculló mientras la zarandeaba ligeramente.
No hubo manera de hacerla funcionar, así que, entre una mezcla de indignación y terror, tuvo que pensar rápidamente en una alternativa. Palpó en el bolsillo interior de su cazadora, hasta que encontró aquello que buscaba: Su mechero Zippo plateado; su fiel compañero de viaje.
Una oscura sombra se manifestaba en lo alto de aquel inmenso y viejo salón. La iluminación del mechero era tenue y oscilante, claramente insuficiente. Un gran ventanal de óptima manufactura dejaba entrever la tímida luna en el exterior, la cual alumbraba con una enfermiza luz blanca, una parte del habitáculo. En el centro de la estancia descansaba una gran mesa de madera, con varios candelabros colocados de forma cuidada a lo largo de su extensión. Todo en aquel salón estaba cubierto por el polvo acumulado de los años en los que nadie parecía haber entrado en esa casa.
Nathan oteaba en todas direcciones, nervioso y visiblemente aterrado. Empezaba a preguntarse porque demonios había decidido seguir con el caso. Erika, su cliente, había sido terriblemente persuasiva. Pero en aquel momento, nada parecía poder compensar su estancia en la isla.
En el interior, podía oírse débilmente el tenebroso ulular de un viento que danzaba entre las ramas de los árboles más cercanos, que, a modo de macabra representación, proyectaban su movimiento sobre la pared oeste de la habitación. Alzó con temor reverente, aún más arriba, la mano en la que portaba mechero. Las sombras se disiparon ligeramente a su alrededor, mostrando con más claridad la cerámica del suelo. Las baldosas eran lisas, de una piedra tremendamente oscura parecida a la obsidiana. Los mudos roces de su cazadora, junto a los débiles aullidos del viento, eran el único sonido perceptible.
El detective caminó lentamente hacia el centro del salón. Sus pasos sonaban pesados e increíblemente fuertes allí dentro. Intentó moverse con más sigilo, aunque el silencio que allí reinaba le frustraba todo intento. A medida que avanzaba, su temor también lo hacía. Sacó el revolver con su otra mano, su preciado colt del 45. El rugoso tacto de la empuñadura y el peso del arma le dieron una ligera bocanada de energía. Sentía, en cierto modo, una especie de alivio y seguridad.
Toda aquella macabra investigación lo había llevado a un punto realmente espeluznante.
«¿Cómo pudieron haber sido asesinados Tob y Larkins de tan brutal manera?»
Todos los indicios apuntaban a un callejón sin salida, no había ninguna lógica en lo ocurrido. Algunas de las pesquisas lanzaban resultados que eran todo un azote a la razón. Algo muy siniestro y aterrador se escondía tras ese caso.
Empezaba a creer seriamente que se encontraba bajo el yugo de algo sobrenatural, aunque su mente intentaba liberarse desesperadamente de esa absurda idea. Al fin y al cabo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Si su investigación era correcta, la isla de los Mathews podría ser el epicentro de un desequilibrado grupo de fanáticos y sectarios. La zona cero de su argumento, el punto de partida de ese macabro caso.
El viciado y cargado aire de la estancia, con el acre olor a polvo, le desalentaba constantemente. Tenía la sensación de que una maldad creciente y acechante había sido liberada en aquel lugar. Algo sumamente extraño y perturbador. ¿Era acaso eso posible?
Se encontraba frente a la antigua mesa. Acercó el fuego a ésta para observar con cierta satisfacción que nadie se había sentado en ella durante mucho tiempo. Una polvorienta capa se extendía sobre la madera. Nathan se aferró a la idea de que aquel lugar podría estar realmente abandonado. Acto seguido, creyó advertir un repentino movimiento en las alturas del salón, tras la espesa oscuridad de una de las esquinas del elevado techo.
Rápidamente fijó su vista en aquel lugar, al tiempo que levantaba el mechero. Su intención por iluminar aquel espacio fue insuficiente, la gran altura de aquella estancia no dejaba entrever lo que se ocultaba en los rincones. Quizá su cerebro empezaba a jugarle malas pasadas, no era posible que algo se hubiera movido allí arriba, era realmente alto, pero pese a esa razón, su corazón no cesaba de latir fuertemente aterrado.
Estuvo varios segundos analizando las alturas, apuntando con su arma a la aceitosa y espesa negrura. Sus manos empezaron a temblar ligeramente.
—Maldita sea… —se maldijo a si mismo ante la pérdida de control.
Al tiempo que su mente intentaba sobreponerse a su terror, advirtió otro movimiento, esta vez mucho más claro. Una sinuosa sombra se deslizó lentamente de un lado a otro en la parte más alta de la pared. En ese mismo instante se le heló la sangre, sintió atenazadas todas sus articulaciones y no pudo más que notar los fuertes golpes de su corazón azotando cruelmente su pecho. Sus sienes le latían con fiereza, y sus fuerzas flaquearon al nivel de casi no poder aguantar el revolver. Paralizado, siguió observando mientras temblaba por el horror de lo que estaba presenciando.
Un ligerísimo atisbo de cordura afloró en su mente, débil e incierto, intentando razonar que quizá se trataba de algún animal asustado. No obstante, esa débil claridad quedó brutalmente sepultada al instante. Aquella sombra cambió su cuidadoso movimiento y realizó un repentino giro hacia la pared oeste, hacia una zona iluminada por la blanquecina luz de la luna. Lo que Nathan descubrió en aquel momento fue algo que no estaba preparado para los ojos de un mortal.
De entre la oscuridad, apareció lentamente un horror exorbitante, un ser parecido a una gran tarántula posó para su aterrado observador. Seis peludas patas se adherían a la fría piedra vertical. Su cuerpo, era viscosamente extraño, mantenía una fuerte similitud con el de una araña, aunque en su parte delantera se alzaba un delgado cuello cubierto por oscura piel, sobre el que reposaba una desproporcionada cabeza humana.
El ente giró anormalmente su pescuezo y mostró su cara, un deforme perfil que inundó de aberrante y cruel miedo el corazón del detective. El monstruo respiraba entrecortadamente, su cuello se henchía notablemente tras cada inhalación. Su cabeza estaba extrañamente ladeada, de forma antinatural. Los rojizos ojos de la bestia se clavaron en los de Nathan, el cual estuvo al borde de perder la consciencia. Durante varios segundos ninguno de los dos se movió, simplemente se observaron.
De forma irónica y macabra, un surtido de extrañas conexiones neuronales le hizo recordar al detective un documental en el que una cabra quedaba paralizada ante un acechante lobo. También recordó, de manera amarga, como terminaba ese episodio. Y para su desgracia, tenía claro su papel en aquel encuentro.
«Algunos animales se hacen los muertos y…»
«¡Por dios! ¡Que gilipolleces estás pensando!»
Tuvo un reflujo interno, el cual casi le provocó una arcada. Tenía el estómago totalmente contraído por el miedo, y su mente estaba totalmente colapsada.
«Dispara… dispara… ¡dispara!»
Pero su mano no le obedecía. Entonces, en un acto puramente básico, Nathan dio media vuelta y corrió desesperado hacia la puerta de la entrada. Más imágenes le asaltaron la mente en su carrera hacia la vida, imágenes que le recordaban como la presa, se convierte precisamente en presa cuando se pone a correr. Tuvo la sensación de calzar unos gigantescos zapatos de payaso, sus piernas subían y bajaban torpemente ante una total falta de control. Tropezó y casi cayó, pero logró mantenerse. Su avance era tan desesperado que le pareció haber estar huyendo durante horas.
Pero para su desgracia, no era el único que corría. En pocos segundos aquella criatura se posicionó detrás del aterrado detective. Este, al oír el sonido tan cercano, giró rápidamente sobre sus talones para descubrir, con más horror si cabe, que tenía al monstruo prácticamente encima.
La fría adrenalina recorrió su espina dorsal y lo paralizó nuevamente. Aquella perversa araña se levantó sobre sus dos patas traseras, al tiempo que elevaba sus otras cuatro sobre él. Nathan cayó al suelo, observando aterrado a la bestia que tenía encima. Rezumaba terror por todos los poros de su cuerpo, un miedo que sin duda alguna su cazador debió percibir con placentero agrado. La horrible criatura posó sus patas a ambos los lados de su víctima, y acercó su terrorífica cara a escasos centímetros de la suya.
Sus ojos se clavaron en los del humano, desde donde desentrañó todos los temblorosos sentimientos que éste tenía. En un intento desesperado por salvar la vida, Nathan alzó el revolver con la intención de disparar. Pero nuevamente el terror le venció, y su arma cayó al suelo sonoramente. Las patas del diabólico alacrán golpearon con fuerza su pecho, dejándole sin respiración. Lo último que vio el detective al ladear la cabeza, fueron las sombras sobre la pared. Unas sombras que proyectaban una macabra escena, donde un ser de extrañas extremidades se abalanzaba sobre la moribunda forma de un humano tendido en el suelo.
Un profundo grito de agonía y de dolor fue lo último que se oyó en aquel lugar. El putrefacto eco de aquella habitación resonó durante unos inquietantes segundos, para luego apagarse en el mudo susurro del desollar de unas fauces.
La criatura tenía que cenar.

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