Última actualización de este contenido: 1 de julio de 2024 por Felip Granados
CDS 003 – El muñeco de ventrílocuo
Hoy es un día especialmente emocionante para todos los amantes de lo desconocido y los enigmas sin resolver. Nos complace anunciar el estreno de un nuevo formato para nuestro podcast, que viene con una novedad que estamos seguros de que encantará a nuestra audiencia: la narración a cargo de nuestro queridísimo abad, el Pequeño Jonesy.
Este cambio marca el inicio de una nueva era para nuestro programa, donde el estilo único del Pequeño Jonesy prometen llevar la experiencia de nuestros oyentes a un nivel completamente nuevo.
En este episodio, nos sumergiremos en una historia que desdibuja los límites entre la realidad y aquello que se esconde justo más allá de nuestro entendimiento. La trama nos lleva a una casa de campo, envuelta en los recuerdos de una infancia que quizás nunca fue tan inocente como parecía. A través de los ojos de nuestro protagonista, exploraremos los rincones más oscuros de una morada donde un muñeco de ventrílocuo parece desafiar todo lo que creíamos saber sobre el mundo que nos rodea.
¿Es posible que existan secretos que, por nuestro propio bien, es mejor dejar sin explorar? El pequeño Jonesy nos guiará a través de esta inquietante narrativa.
No olvides compartirlo y dejarnos tus comentarios. ¡Queremos saber qué piensas de este nuevo viaje al corazón del misterio!
TRANSCRIPCIÓN COMPLETA DEL EPISODIO:
Buenas noches almas errantes y curiosos nocturnos, soy el pequeño Jonesy, vuestro abad en este santuario de sombras y susurros. Hoy tengo una revelación peculiar que compartir nacida de un pequeño embrollo que, admitámoslo, ha resultado ser una deliciosa confusión.
Resulta que un oyente bendito sea por su confusión, nos ha enviado el relato de una experiencia suya para que le demos voz en el códice de las sombras. No obstante, quien da voz a los relatos es el bueno de Marcus y sus Crónicas del Posthundimiento, otro podcast de nuestra página web.
Pero aquí en el códice somos adeptos a encontrar belleza incluso en la confusión, así que, tras una profunda reflexión y un poco de risa bajo la manga, hemos decidido que a partir de ahora el códice de las sombras se dedicará a narrar vuestras más terroríficas vivencias.
Dejaremos las novelas y los escritos a Marcus, ese buen hombre. Nosotros, en cambio, nos adentraremos en los recuerdos de una España antigua y oscura, dando voz a vuestros terrores más profundos.
Como abad de este luga,r mi propósito será preservar vuestras historias en este códice, este compendio de lo paranormal y lo inexplicable.
Y para inaugurar esta nueva era, permitidme compartir la experiencia de nuestro desprevenido pero afortunado oyente. Preparaos para sumergiros en este relato llegado directamente del corazón tembloroso de Andrés, de Madrid.
Andrés, un niño de unos ocho años en aquel entonces, relata una experiencia que vivió en su infancia. Aunque han transcurrido muchos años desde aquel suceso, el recuerdo permanece fresco y perturbador en su mente, como si hubiera ocurrido de forma reciente. Todo sucedió durante un verano, en la casa de campo de su tío, ubicada en un pequeño pueblo de la sierra cercano a Madrid. Los padres de Andrés decidieron pasar unas semanas en el campo, pensando que sería beneficioso para él y su hermana pequeña, Ana.
El tío de Andrés era un hombre con gustos peculiares, aficionado a coleccionar antigüedades de todo tipo. Entre sus posesiones más preciadas se encontraba un objeto que siempre había causado una mezcla de fascinación y profundo terror en Andrés: un muñeco de ventrílocuo. Este muñeco no era uno común; tenía una mirada inquietantemente realista, como si en cualquier momento pudiera cobrar vida. Se llamaba Ernesto, y siempre estaba sentado en una antigua silla de madera en el rincón más oscuro del salón, vestido con un traje de época desgastado por el tiempo.
Una noche, después de una jornada agotadora de juegos al aire libre, los padres de Andrés y su tío decidieron quedarse charlando en la terraza hasta tarde, disfrutando del frescor del aire nocturno. Ana y él se retiraron a dormir temprano, exhaustos pero felices. La habitación de Andrés estaba en el segundo piso de la casa, una pequeña estancia con una ventana que daba al bosque que rodeaba la propiedad. A pesar del cansancio, algo le impedía conciliar el sueño. Sentía una extraña inquietud, como si algo o alguien lo observara desde las sombras.
Decidió levantarse y tomar un poco de agua, pensando que eso podría ayudarlo a relajarse. Descendió las escaleras de madera en silencio, procurando no hacer ruido para no despertar a nadie. Al pasar por el salón, no pudo evitar dirigir su mirada hacia el rincón donde solía estar Ernesto, el muñeco de ventrílocuo. Para su horror, la silla estaba vacía. Su corazón comenzó a latir con fuerza y un escalofrío recorrió su espalda. “Debe ser mi imaginación”, se dijo a si mismo (risa), tratando de convencerse de que no había nada de qué preocuparse. Bebió un vaso de agua y decidió regresar a su habitación. Sin embargo, al girarse para subir las escaleras, escuchó un ruido proveniente del salón. Era un sonido sutil, como el roce de tela contra el suelo. Paralizado por el miedo, se armó de valor y miró hacia atrás. Lo que vio lo heló hasta los huesos.
Ernesto estaba allí, de pie, en medio del salón, mirándolo fijamente con esos ojos demasiado reales. No podía moverse, ni gritar; solo lo observaba, esperando que fuera producto de su cansancio o su imaginación. Pero entonces, ocurrió lo imposible: Ernesto comenzó a caminar hacia él, con movimientos torpes y mecánicos, como si alguien invisible lo manejara. En ese momento, todo instinto de supervivencia le gritaba que corriera, pero sus pies parecían haber echado raíces al suelo. Justo cuando el muñeco estaba a unos pocos pasos de él, escuchó la voz de su tío desde la terraza llamándolo por su nombre, preguntando si estaba bien. El sonido de su voz fue como un hechizo roto; pudo moverse de nuevo y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia él, sin mirar atrás.
El tío, al ver a Andrés pálido y tembloroso, se preocupó y le preguntó qué había sucedido. Entre sollozos, Andrés le contó lo que había visto, cómo Ernesto había cobrado vida y se había movido por sí solo. Con una mezcla de preocupación y escepticismo, el tío decidió comprobarlo por sí mismo. Tomó una linterna y juntos regresaron al salón. Para sorpresa y alivio de Andrés, Ernesto estaba de nuevo sentado en su silla, inmóvil, como si nada hubiera ocurrido.
Tratando de calmar los nervios de Andrés, el tío sugirió que quizás había sido un sueño, que tal vez se había quedado dormido en el salón sin darse cuenta. Sin embargo, Andrés sabía que estaba despierto, que lo que había visto y sentido era real, o al menos así lo creía en ese momento. Aun así, decidió no discutir. La explicación racional parecía tranquilizar a los adultos, y él, siendo solo un niño, pensó que quizás estaban en lo correcto.
En los días siguientes, Andrés intentó evitar el salón tanto como le fue posible, especialmente durante la noche. Pero la curiosidad, ese sentimiento tan propio de la infancia, y el deseo de demostrar que no había sido un sueño, lo impulsaron a investigar más sobre Ernesto. Durante el día, cuando todos estaban ocupados y el sol inundaba cada rincón de la casa, se sentía lo suficientemente valiente como para acercarse al muñeco.
Observándolo de cerca, notó detalles que no había visto antes: marcas de uso en el traje, pequeños arañazos en la madera de su rostro, y algo que le llamó especialmente la atención: un mecanismo de cuerda en su espalda. Al verlo, una idea comenzó a formarse en su mente. ¿Y si Ernesto era simplemente un muñeco mecánico muy avanzado para su época? ¿Y si su tío, había decidido gastarle una broma muy elaborada esa noche?
Con esa teoría en mente, Andrés decidió hacer un experimento. Una tarde, cuando nadie lo veía, giró la llave del mecanismo de cuerda, esperando alguna reacción. Ernesto permaneció inmóvil, sin dar señales de vida. Sintió una mezcla de alivio y decepción. Quizás, después de todo, había sido su imaginación la que había dado vida a aquel muñeco.
Pero la historia no termina aquí. Una noche, cuando el verano comenzaba a dar sus últimos coletazos y la idea de que todo había sido producto de su imaginación infantil empezaba a asentarse en su mente, ocurrió algo que cambiaría para siempre su percepción de aquel verano.
Los padres y el tío habían salido a cenar al pueblo, dejando a Ana y a Andrés solos en la casa, con la promesa de que volverían antes de medianoche. Ana se había dormido temprano, dejando a Andrés despierto, leyendo cómics bajo la luz de una pequeña lámpara. La casa estaba en silencio, salvo por el ocasional crujido de la madera y los sonidos lejanos del bosque que rodeaba la propiedad. Esa atmósfera, que durante el día parecía acogedora y llena de aventuras, se tornaba opresiva y misteriosa por la noche.
Andrés decidió que era hora de intentar dormir, así que apagó la lámpara y se acurrucó bajo las sábanas, tratando de no pensar en Ernesto ni en lo que había ocurrido semanas atrás. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de conciliar el sueño, escuchó un sonido que le heló la sangre: el mismo roce de tela contra el suelo que había escuchado aquella noche en el salón.
Su primer instinto fue pensar que era imposible, que tenía que ser su imaginación jugándole una mala pasada. Pero entonces, el sonido se repitió, esta vez seguido de un leve golpeteo, como si alguien pequeño caminara por el pasillo, acercándose a su habitación. Paralizado por el miedo, se quedó inmóvil, con la mirada fija en la puerta entreabierta de su habitación.
Lo que vio a continuación es algo que nunca podrá explicar del todo. La puerta se abrió lentamente, como empujada por una mano invisible, y ahí, en el umbral, iluminado por la luz de la luna que se filtraba por la ventana del pasillo, estaba Ernesto. El muñeco de ventrílocuo lo miraba fijamente, con esos ojos vidriosos que parecían perforarle el alma.
No recuerda haber gritado, aunque está seguro de que debió hacerlo, porque lo siguiente que supo es que Ana estaba a su lado, preguntándole qué pasaba, y él, incapaz de formular una respuesta coherente, solo podía señalar hacia la puerta, donde, para su asombro, ya no había nadie.
Cuando sus padres y su tío regresaron, encontraron a Ana y a él en la cocina, incapaces de volver a sus habitaciones. Andrés, les contó lo sucedido, esperando que esta vez le creyeran, que entendieran que lo que estaba pasando no era producto de su imaginación. Su tío, visiblemente preocupado, decidió esa misma noche revisar el muñeco. Sin embargo, como era de esperar, Ernesto estaba en su lugar, como si nunca se hubiera movido.
Esa noche, nadie durmió bien. A la mañana siguiente, su tío tomó una decisión. Decidió que era hora de deshacerse de Ernesto. Sin dar muchas explicaciones, lo metió en una caja y lo llevó al desván, asegurando que permanecería allí, lejos de la vista de todos.
Los días que siguieron fueron extrañamente tranquilos. La tensión que había envuelto la casa se disipó poco a poco, y la vida retomó su curso normal. Sin embargo, la experiencia le dejó una marca imborrable, una mezcla de miedo y curiosidad por lo desconocido que aún perdura en él.
Con el tiempo, Andrés llegó a convencerse de que lo que había experimentado era simplemente el producto de una imaginación hiperactiva alimentada por el miedo infantil a un muñeco que, por alguna razón, encontraba perturbador. Después de todo, ¿no es cierto que los niños son más susceptibles a dejar volar su imaginación, especialmente en entornos nuevos y desconocidos?
Sin embargo, cada vez que visita a su tío, que aún vive en esa casa de campo, no puede evitar sentir una curiosidad inquietante por subir al desván y buscar esa caja donde Ernesto fue confinado. Hasta la fecha, nunca ha tenido el valor de hacerlo. Algo en su interior le dice que es mejor dejar algunas puertas cerradas, mejor dejar algunos misterios sin resolver.
Reflexionando sobre esos eventos años después, Andrés se da cuenta de que el poder de la mente puede crear realidades tan convincentes que pueden llegar a confundirnos sobre lo que es verdadero y lo que no. Tal vez Ernesto nunca se movió por sí solo, tal vez nunca salió de su silla esa noche, tal vez ni se apareció en la puerta de su habitación.
O tal vez, tal vez sí que ocurrió.
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