Última actualización de este contenido: 25 de noviembre de 2024 por Felip Granados
Hoy, en historias impresentables, os traemos un microrrelato: El rey Simargo.
Tuve una época, hace unos cuantos siglos, en la que me dio por escribir cosas del estilo de divagación o paranoia mental. Y bueno, este es uno de esos escritos.
Si es de vuestro agrado y os entretiene un ratito, habrá cumplido con su cometido, después de tantos años… (quien lo iba a decir) xD
¡Os deseo un feliz día y un buen inicio de semana!
Un cenicero no es más que un pequeño objeto, de forma variable dependiendo de la originalidad de su creador, pero que se fomenta sobre una clara idea: debe contener montones de ceniza, colillas y, en ocasiones, variopintos desechos de una vida cotidiana.
Sin embargo, no escapa a la posibilidad de que un burdo objeto, de carácter tan vulgar y, al parecer poco interesante, pueda albergar secretos o recuerdos de situaciones increíbles.
De hecho, no solo quisiera catalogar de «increíbles» esas ocasiones, ya que en muchos casos, el adjetivo más adecuado difiere en alto grado de la connotación fantástica y positiva que damos de por sí a esa palabra.
Entre la amalgama de ávidas y poco rutinarias situaciones en las que puede haberse encontrado un cenicero, existen algunas de extrema notoriedad. Un cenicero ha conocido a muchos cigarros, puros y petardos. Pero pocos han tenido el placer de conocer al protagonista de la historia que sigue.
Ésta es sin duda, la historia de un cigarro sin igual. Perfectamente enrollado, cilíndrico a primera vista, y también a segunda y tercera. Un tubo de oscuro papel, lacado en los más lejanos montes del conocimiento. Un recurso de insustituible placer para el precavido fumador, y una tentación de malsanas expectativas para aquel que no le concede el gusto a sus pulmones.
Existió hace miles de años una vasija de madera oscura, tallada por los grandes artesanos indios de, como su propio nombre indica, la India.
Esa vasija, fue considerada como el cuenco primigenio del cual emergió toda la humanidad, tanto en su belleza como en su desgracia. Obviamente, esa es una aseveración absurda, dada cuenta de que fue elaborada por humanos. Pero bueno, eso son detalles que descaradamente suelen ser ignorados.
La vasija en cuestión, fue un talismán de rigor para los habitantes de antaño. Una maciza pieza de arte, tallada en roble caucásico, portado desde tiempos inmemoriales, hasta la India occidental.
De ésta urna existen las mil y una fábulas en las cuencas del Indo. Y aunque no son todas ciertas, una de ellas, la de que fue el cenicero del Rey Simargo, es tan incuestionable como el aire que respiramos.
El Rey Simargo fue deidad en sus tiempos. Un ser autodenominado hijo de los mismísimos creadores del universo y el cosmos. Un monarca de aficiones misteriosas y peculiares. «Simargo el del tabaco», como se le llamaba en las partes más mediocres de su población, era un hombre grueso y ovalado. De tamaño considerable incluso para las veneradas vacas de su región.
El impertérrito hombre seguía a raja tabla todas las decisiones que sus dioses le anunciaban en sus perturbados sueños. Para muchos, eran las pesadillas de una sobrecarga de opio y mala vida.
En su afán por convertirse en el dueño absoluto del tabaco, aquel orondo ser de inefable vicio y perversión, decidió promulgar la obligatoriedad de que todos los miembros de la población fueran devotos amantes de dicha planta.
Le confirió al tabaco cualidades increíbles, como la de mejorar la salud. Imbuyó aquella época con leyendas de fama y honor a los caballeros del cigarro. Creó hermandades de gran extravagancia, como la de los protectores de la pipa y la nicotina. Cuyo principal cometido era el de asegurar que todos los ciudadanos seguían sus predicaciones.
Estas antiguas sociedades, eran crueles y mezquinas. Obtenían el poder de actuar ante los designios de un rey loco, al que muchos tildaron de animal.
Se documentan incluso algunos casos en los que el propio rey, se permitió el lujo de adjudicar las más extrañas y malvadas penas de muerte para aquellos que en su apócrifa existencia, negaran la deidad de las pseudo proclamadas «santas plantas».
Una de esas penas consistía en ser fumado, a través de un cigarro de enormes proporciones, verde a sus inicios y negro en sus finales, por la corte del palacio, dejando la última calada a su benefactor supremo, Simargo el descabellado.
Felip Granados
2005
Esperamos que hayáis disfrutado de este relato breve.
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