Última actualización de este contenido: 29 de enero de 2025 por Felip Granados
Hoy, en historias impresentables, os dejo un pequeño relato:
La increíble historia de Gerardo Romero
Esta es la historia de un hombre que amaba las costillas de ternera.
¡Un hombre con las ganas de vivir de un membrillo!
¡Un hombre con la garra de una gacela en celo!
Y cuando digo que las amaba, no me refiero a un mero entusiasmo culinario. No, no, no. Para Gerardo Romero, las costillas eran algo más que un plato delicioso, eran un propósito de vida, un faro espiritual, una musa. Si la Mona Lisa hubiera sido una costilla, probablemente ahora estaría en su comedor expuesta.
Gerardo era un hombre peculiar, tenía el carisma de un zapato y la ambición de un caracol. Pero lo que le faltaba en magnetismo personal lo compensaba con una inquebrantable devoción a su mejor amiga, Ernesta. Ella era una costilla de ternera. Sí, Ernesta. Porque, ¿quién no le pone nombre a su costilla favorita?
Todo comenzó cuando Gerardo tenía diez años. En ese momento encontró su primer amor, una costilla olvidada en una barbacoa familiar. La forma perfecta del hueso, la manera en que el sol se reflejaba en el trocito de carne que aún colgaba… Aquello era amor a primera vista. Desde entonces, no iba a ningún lado sin ella.
Mientras los demás niños llevaban balones al parque, Gerardo llevaba su costilla. Y mientras ellos jugaban al escondite, él le contaba a Ernesta sus sueños de futuro.
—Un día, viajaremos juntos al Caribe, Ernesta —le decía desde lo alto del tobogán.
Los otros niños se reían, claro, pero Gerardo siempre les respondía lo mismo.
—Vosotros no lo entendéis. Esto es amor verdadero.
Los años pasaron, y la relación de Gerardo y Ernesta floreció como una historia sacada de un poema barato. Compró un pequeño cojín donde Ernesta podía descansar por las noches, y en las cenas familiares siempre le reservaba un lugar de honor en la mesa, justo al lado del pan. Pero su amor alcanzó su punto culminante cuando, a los dieciocho años, Gerardo se arrodilló ante Ernesta y, con lágrimas en los ojos, le preguntó si quería casarse con él. La respuesta de Ernesta fue un silencioso pero rotundo “sí”.
Todo iba sobre ruedas. Habían fijado la boda para cinco meses después, y la pareja era la envidia de todo el vecindario.
—Es la relación más bonita que he visto jamás —comentaba la señora Puri, la vecina de al lado, mientras espiaba por su ventana. —Aunque… un poco rara —añadía mientras mordía un pepinillo.
Ernesta y Gerardo paseaban juntos en coche, disfrutaban de picnics en el césped, e incluso se acariciaban furtivamente a escondidas de la madre de Gerardo. Porque si algo tenía Ernesta era un aire travieso que la hacía irresistible.
Pero como en toda buena historia, la tragedia siempre está al acecho. Un día de verano, a pocas semanas de la boda, ocurrió algo terrible. Ernesta cayó por las escaleras, desde el primer piso hasta el comedor, con un golpe seco que dejó a Gerardo paralizado. La escena era desgarradora, tenia su único hueso roto, y había astillas por todos lados. La llevaron de inmediato al doctor Oliva, el mayor especialista en traumatología alimentaria de la región. Fue ahí donde la verdad salió a la luz.
—Señor Romero —dijo el doctor con tono serio—, tengo que decirle algo… su Ernesta no es una costilla de ternera.
—¿Perdón? —Gerardo no daba crédito a lo que acababa de escuchar.
—Es una alita de pollo —confirmó el médico mientras se ajustaba las gafas—. La relación que usted mantiene es, técnicamente hablando, una mentira.
El mundo de Gerardo se vino abajo. Todo lo que había creído, todos los sueños que había construido junto a Ernesta, se desmoronaron como un castillo de naipes bajo la lluvia.
—No puede ser… —murmuraba una y otra vez—. Una alita de pollo… ¿Cómo no lo vi antes?
Salió del consultorio con las manos temblorosas y el corazón roto.
Pero esa noche, mientras observaba a Ernesta en su cojín, con su hueso todavía reluciente bajo la luz de la lámpara, Gerardo sintió un repentino amor por ella. Un amor puro y profundo que no entendía de huesos ni de etiquetas. Ernesta seguía siendo Ernesta. La compañera que lo había hecho reír, que había compartido sus días felices y le había dado consuelo en los momentos tristes. No importaba si era una costilla de ternera o una alita de pollo. Era… ella.
A la mañana siguiente, cuando Ernesta despertó, Gerardo se acercó a ella
—Lo siento, Ernesta. Me dejé llevar por lo que pensaba que deberías ser, pero la verdad es que te amo por lo que eres. Y lo que eres es perfecto.
Finalmente, tras la recuperación de Ernesta, la boda se celebró tal y como estaba planeada, con un banquete lleno de felicidad y, por supuesto, sin ningún plato de alitas ni costillas para evitar malentendidos.
Gerardo y Ernesta vivieron felices, demostrándole al mundo que el amor verdadero no se trata de lo que uno parece, sino de lo que uno es. Porque, al final, ya seas una costilla, un ala o un muslo, lo importante es que seas tú mism@.
Felip Granados
2025
Espero que hayas disfrutado de este texto.
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