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Última actualización de este contenido: 24 de enero de 2025 por Felip Granados

Cuando el fuego cesó, solo quedaban los restos humeantes del cadáver sobre el altar. Varios hilos de humo gris se desprendían del cuerpo carbonizado y ascendían por el aire de la habitación haciendo remolinos, elevándose hasta perderse por el óculo del techo en forma de cúpula. Naz emergió de entre las sombras envuelto en su capa negra. Avanzó a paso largo hacia el altar y, en silencio, rebuscó entre las cenizas hasta encontrar lo que buscaba: una gema. Una piedra pequeña de color granate que brillaba como un ascua. La gema aún estaba candente, pero el nigromante la cogió y la sostuvo en la palma de la mano ignorando la quemazón. El rubí resplandecía con luz propia, como si una llama habitara en su interior y, durante unos segundos, se deleitó observando los destellos que emitía. Satisfecho, cerró el puño y guardó el rubí en un bolsillo de su túnica.

–Deshazte de los restos –ordenó a su ayudante–. Ya estamos cerca, Zebipa –añadió antes de abandonar la estancia.

La muchacha asintió y, por un instante, juraría haber visto una mueca similar a una sonrisa en el rostro quemado de su maestro.

* * * 

Muy pocos alquimistas en el mundo poseían la habilidad de convertir el vulgar metal en oro. No bastaba solo con talento y conocimiento. Una hazaña así requería de un vínculo especial con la materia y de una afinidad singular con el minucioso arte de la transmutación. Naz, de entre todos, poseía el don. Podría haberse hecho rico si hubiera querido. En lugar de ello, mantenía su habilidad en secreto. La codicia no destacó jamás entre sus pecados. La misericordia, por otro lado, tampoco se contó nunca entre sus virtudes.

Nazaroth «el brujo», Naz «cara quemada». El alquimista de la torre de Saboreth. Hombre silencioso y opaco. Había llegado a Hal’lisahn como esclavo procedente de las minas de oro del norte de la región. En aquellos días, de entre todas las «hermanas de piedra», Hal’lisahn era la más rica. La región rebosaba oro y su extracción era competencia del Bajá Mejamut, noble miembro del consejo de los seis regentes.  La ciudad de los Bajás se alzaba orgullosa sobre uno de «los colmillos del mundo», dos cabos de tierra que casi se tocaban formando un estrecho que separaba los continentes de Ródenas y Fauren. Junto a su gemela Pártenas, al otro lado del mar, dominaban la liga de ciudades alrededor de los colmillos, las poderosas «hermanas de piedra».

Durante su infancia, el pequeño Naz había visto cómo las profundidades de la mina se tragaban las almas de cientos de hombres, mujeres y niños venidos de todos los rincones del mundo. Allí, bajo los túneles, vio como el polvo sepultaba a su padre, a su hermano mayor y, por último, a su pobre madre. Los guardias hicieron con ella lo que hacían con el resto de los muertos: lanzarla a una fosa oscura y profunda. Una grieta tan honda que ni el hedor escapaba del abismo.

Por el día, los látigos de los guardias mantenían a raya los apetitos del resto de esclavos, pero al caer la noche, una sombra cruel recorría las minas. Tras el ocaso, los rostros asustados de decenas de niños se apretaban en las sombras o buscaban cobijo en las oscuras profundidades de la mina, donde su presencia pasaría inadvertida y, con un poco de suerte, no serían encontrados. De lo contrario, la noche cosecharía un amanecer horrible para aquellos que cayeran en las manos equivocadas. Ningún huérfano sobrevivía demasiado en la mina. Los más afortunados eran seleccionados y trasladados a los zocos de Hal’lisahn, donde todo tiene un precio. Allí una moneda de plata le bastó a Saboreth para hacerse con los servicios del pequeño Naz. La misma que el alquimista le entregó al llegar a su nuevo hogar.

–¿Ves esto? –preguntó Saboreth señalándole la moneda–. Esto eres tú, muchacho. ¿Lo entiendes? Ahora me perteneces. No lo olvides nunca –gruñó el viejo.

Y Naz no lo olvidó. La marca del esclavo todavía le escocía en el pecho cuando se juró a sí mismo que un día encontraría al señor de las minas y llevaría a cabo su venganza.

Saboreth no fue un maestro amable. El viejo cabalista vivía ávido de oro y trataba sin éxito de lograr la proeza de transmutar el noble metal. Esta fútil empresa consumía todos sus ingresos, por lo que el viejo se veía obligado a aceptar un sinfín de encargos que costearan su investigación. A pesar de las limitadas dotes como mentor y del carácter irritable de su maestro, Naz resultó ser un alumno dotado de talento para las artes ocultas. En cuanto logró dominar las bases de la alquimia, Saboreth lo puso a trabajar en los encargos. Pasados unos años era capaz de preparar cualquier bebedizo o pócima que se le antojase y realizaba con éxito sortilegios que otros hechiceros más experimentados no eran capaces de conjurar. El viejo no pasó por alto el talento de su pupilo y en él vio la oportunidad de generar los ingresos necesarios que le permitirían volcarse en su malsana búsqueda de oro. Así pues, del alba hasta el ocaso, Naz se dedicó a despachar todos los pedidos de su maestro. Saboreth le enseñó a preparar nuevos brebajes, pomadas y a imbuir de magia objetos como talismanes. Le ordenó cobrar los pagos de sus clientes y abastecer las despensas de la torre de cuantos elementos e ingredientes necesitaran, mientras, poco a poco, Naz lograba expandir sus conocimientos y sus contactos en la ciudad.

Saboreth, por el contrario, vivía cada vez más obcecado con su obsesión, cegado por la frustración de sus incontables fracasos. Su carácter amargo se había vuelto más irascible y obtuso que nunca. Ya apenas se dejaba ver fuera de su despacho y su salud se había resentido como si la ancianidad lo hubiera alcanzado de golpe. Naz no sentía ni una pizca de lástima por su maestro. Al contrario: despreciaba su mediocridad y la forma en la que había sucumbido al mal de la codicia que azotaba a toda Hal’lisahn. Como antiguo esclavo de la mina, observaba en el comportamiento desquiciado del viejo una decadencia repulsiva que no podía soportar.

–No volveré a ocuparme de tus encargos –le advirtió una mañana.

Indignado, Saboreth lo abofeteó.

–¿Es que lo has olvidado, muchacho? ¿Dónde está la moneda que te di? La luna de plata que pagué por tus servicios.

Naz introdujo la mano en un bolsillo de su túnica y apretó la moneda entre sus dedos.

–He dicho que no volveré a ocuparme de tus encargos –repitió con decisión.

El viejo estudió el rostro de su aprendiz pensando qué castigo provocarle, pero al contemplarlo serio, sin un ápice de miedo, comprendió que los castigos no amedrentarían a su pupilo.

–¿Qué es lo que quieres? –gruñó entre dientes.

–Las llaves de la biblioteca. Quiero tener acceso a la sala de la última planta.

Saboreth soltó un bufido y sonrió con ironía. De la túnica extrajo una llave grande y negra.

–¿Te refieres a esta llave? De acuerdo, aprendiz, pero esta llave tiene un precio. Ya sabes de lo que hablo.

–Con gusto lo pagaré si, al acabar mis tareas, permites que acceda a la biblioteca. De lo contrario no seguiré despachando tus encargos y tú dejarás de ganar el dinero que necesitas para costear tus experimentos. Llegados a este punto, ya debes de estar a un paso de volverte rico –añadió Naz con crueldad.

Saboreth lo miró rebosante de odio.

–Cuando acabes tus tareas y siempre que no te requiera, ¿entendido?          –sentenció arrastrando las palabras.

Naz asintió devolviéndole la misma mirada de desprecio y, de este modo, ambos sellaron el pacto. Por las noches, cuando el viejo dormía, Naz subía a lo alto de la torre y estudiaba los manuscritos de la biblioteca, empapándose de nuevos conocimientos. Al día siguiente acudía al mercado para comprar los elementos necesarios con los que llevar a cabo nuevos experimentos a la caída del sol. En una ocasión, recién cumplidos los veinte años, se topó con un ejemplar polvoriento. Un grimorio forrado en piel negra en cuya cubierta podía leerse un título en letras rojas: Anima cordis ignis, «El alma del corazón de fuego». El autor de la obra, un tal Tzizimet «el indigno», describía un rito por el cual se podía capturar la esencia del fuego a través del sacrificio de un alma pura. Mientras leía, una idea prendió en la mente del joven y, de inmediato, comenzó a urdir el complot que consumaría su ansiada venganza. A medida que tejía su plan, una mueca sórdida se adueñaba de su rostro. Al terminar de esbozarlo, rebuscó en sus bolsillos y extrajo una moneda. La misma moneda que años atrás le había regalado Saboreth cuando llegó a la torre. Solo que ahora, casi una década después, la «luna de plata» se había tornado de oro puro. Naz la observó a caballo entre el orgullo y la aversión. El prodigio de una vida de agonías y dolores, el reflejo de la enfermedad que consumía a los hombres de toda una región. Acomodó el libro bajo su brazo y salió de la estancia acariciando su daga.

Saboreth roncaba como un animal cuando la puerta de su dormitorio se abrió emitiendo un chirrido y las sombras se apartaron dando paso a una figura. Naz entró de puntillas en la habitación y de un salto se subió a la cama. El viejo apenas tuvo tiempo de saber qué ocurría cuando la punta de la daga se le hundió ligeramente en el cuello. Lo primero que vio, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, fue el rostro de su discípulo haciéndole un gesto de silencio.  A continuación, Naz sacó la moneda de oro de su túnica y se la mostró al viejo.

–Mírala bien –susurró–. ¿La recuerdas?

Al principio Saboreth parecía desconcertado, aunque enseguida comprendió. La moneda era de oro, pero en una de sus caras podía verse perfectamente el relieve de una media luna sobre un fondo de siete estrellas: las siete hermanas de piedra. Los ojos del viejo se abrieron como platos. Quiso decir algo, pero Naz lo amenazó con la daga.

–Abre la boca, maestro.

Horrorizado, Saboreth apenas alcanzó a separar sus labios temblorosos. Naz le introdujo la moneda con brusquedad y, acto seguido, le tapó la boca para que no pudiera gritar. No había olvidado la mina, ni la fosa, ni el día en que fue marcado a fuego como esclavo. No había olvidado el día en que Saboreth le entregó la moneda ni todos los días que se consumió imaginando su venganza a las órdenes del viejo. En el último instante, Saboreth gritó algo incomprensible. Sus ojos llenos de lágrimas, suplicaron desesperados, pero no sirvió de nada. Naz jamás olvidaría a su maestro ni sus enseñanzas, como no olvidaría la calma con la que lo degolló y cómo la sangre oscura y tibia se derramó sobre las sábanas tiñéndolas de rojo. A la mañana siguiente, temprano, Naz el alquimista bajó al mercado y compró un par de cerdos hambrientos.

* * * 

La última estancia de la torre de Saboreth era una habitación circular, con los techos altos en forma de cúpula, en cuyo centro se hallaba un óculo con los bordes ennegrecidos por el que, de noche, se veían las estrellas. Durante el día, los enormes ventanales permitían que la luz inundara la estancia, y a través de ellos se podía apreciar toda Hal’lisahn. Al norte, el templo dorado de Jizda, diosa de los Lisahnos; al sur, el palacio de los regentes, y al oeste, el puerto de Hal’lisahn, famoso en el mundo por el faro azul de Albunazar, el cual estaba hecho por entero de lapislázuli. Por las noches, Zebipa corría las pesadas cortinas granates y el fuego era el encargado de iluminar la estancia. En el centro de la habitación, justo debajo del óculo, se hallaba el altar de granito, y a varios metros de distancia del altar se encontraban dos mesas repletas de instrumentos de laboratorio de todo tipo: matraces, morteros, alambiques burbujeantes, redomas llenas de líquidos de todos los colores, varios mecheros de alcohol y un set de gradillas repletas de tubos de ensayo fluorescentes. En una de las mesas reposaba una balanza de plata con forma de licántropo, de cuyas garras extendidas colgaban los platillos mediante unas finas cadenas. A la izquierda de cada ventanal se alzaba una estantería de roble alta y robusta. En ella se acumulaban pesados tratados alquímicos: centenares de libros polvorientos que contenían el saber de las artes ocultas e, incluso, algún que otro manuscrito prohibido que habría puesto en aprietos a cualquier alquimista que osara hacer uso de sus secretos.

Zebipa apartó los huesos primero y los metió en un cubo. Más tarde se los haría moler a los niños. Naz siempre contaba con un pequeño rebaño de jóvenes aprendices bajo su tutela, aunque nunca solían durar demasiado. No, Naz no se encariñaba con el ganado. Tarde o temprano, todos acabarían en un cubo, molidos y convertidos en polvo; polvo que, más adelante, serviría para preparar valiosos brebajes.

Una vez se ocupó de los huesos, Zebipa metió la carne abrasada en otro cubo. En esta ocasión la tarea no ofreció resistencia. Otras veces tenía que separar la carne de los huesos. Para ello se ayudaba de un cuchillo afilado y de mucha maña. Se le daba bien deshuesar cadáveres. Su rostro redondo e infantil no mostraba la más mínima expresión de asco o repulsa al manipularlos. Después de tantos años, ya no apartaba la mirada cuando los cuerpos ardían y la carne se consumía alrededor de los huesos, ni tampoco le generaban náuseas los olores de la grasa humana al derretirse. En lugar de eso, Zebipa permanecía de pie frente al altar, impasible, a la espera de que el ritual finalizase. Varias horas antes, lavaba el cuerpo del niño y le hacía beber una ampolla de una poción blanquecina que le hacía perder la conciencia. Una vez sobre el altar, ella prendía la llama mientras Naz recitaba los conjuros pertinentes, al tiempo que las lenguas de fuego recorrían la piel de la criatura.  Contemplando las llamas, Zebipa tenía visiones: sueños de fuego en los que bailaba portando un vestido de flamas crepitantes y, mientras bailaba, las chispas danzaban a su alrededor hasta ser consumida en un éxtasis de placer y muerte.

Cuando hubo terminado su tarea, cerró con llave la habitación y descendió las escaleras de caracol hacia los pisos inferiores. Al llegar a la primera planta, entró en la cocina y abrió una pesada puerta de madera que daba a un patio embarrado. Avanzó hasta la cochiquera y lanzó el contenido del cubo a los cerdos. A ellos tampoco les daba asco la carne quemada.

–¡Arni! –gritó la joven de vuelta en la cocina. Segundos después, una niña delgada con el pelo encrespado entró en la habitación–. Coge un mortero y muele estos huesos como te he enseñado, y dile a Efrá que te ayude. ¿Me has oído?

La niña asintió sin despegar sus ojos azules del suelo.

Zebipa apoyó el cubo sobre una mesa de madera, salió de la cocina y subió las escaleras que llevaban a la estancia de su maestro. Con el tiempo, la joven había aprendido a no encariñarse con ninguno de los críos que llegaban a la torre. Para ella eran y debían seguir siendo instrumentos. Ganado. Solo así podría realizar su tarea. Solo así alcanzaría su objetivo. En la escalera, las antorchas se encendían a medida que ascendía los peldaños y se apagaban a medida que las dejaba atrás. El rostro serio de la muchacha se iba iluminando con cada fogonazo de fuegos fatuos para ensombrecerse cuando la antorcha se apagaba tras ella. Durante un breve instante, menor que un segundo, todo se volvía oscuro a su alrededor antes de que el fuego prendiera de nuevo. Una vez frente a la puerta, golpeó la madera con los nudillos y, al otro lado, la voz de su maestro la invitó a pasar.

En el interior, Naz la esperaba sentado frente a su mesa de trabajo. La estancia estaba pobremente amueblada: una mesa repleta de bártulos y útiles, una silla y un pequeño horno donde fundir el metal. Junto a la ventana reposaba un espejo de cuerpo entero y del techo colgaba un candelabro de bronce bruñido, cuyas velas ardían con llamas de todos los colores bañando la estancia con una luz clara y vaporosa. La habitación desprendía un aura feérica, como si todo allí dentro fuera etéreo y liviano.

–Aproxímate, Zebipa –dijo Naz y le acercó a su alumna una caja de madera de ébano–. Ábrela.

Zebipa la destapó y apartó la tela que ocultaba el contenido.

–¿Esto es…? –preguntó asombrada.

La caja contenía un collar de oro macizo al que habían engarzado tres rubíes rojos que brillaban como ascuas.

»¿Puedo, maestro?

Naz hizo un ademán y la muchacha cogió el collar con delicadeza.

–Entonces, ¿ya está listo? –preguntó la joven, impaciente, mientras se observaba en el espejo.

–Ese no es para ti –la interrumpió Naz–. Lo que tengo reservado para ti no tiene nada que ver con esta baratija.

Zebipa lo miró decepcionada. Naz alargó la mano y la joven le devolvió el collar.

–Este es para Madame Yarla –prosiguió–. Irás a entregárselo esta misma tarde. Le dirás que es una prueba de mi buena fe y el primer pago por sus servicios. Si acepta mi oferta, recibirá más rubíes como estos cada mes durante un año. Asegúrate de que entienda que, si accede a cooperar, la noche acordada deberá vestir el collar frente al Bajá Mejamut. Hazle saber que si rechaza mi oferta dejaré de proporcionarle su amado tónico revitalizante. Me pregunto qué cara pondrá cuando escuche esto, cuando imagine cómo su rostro hermoso y elegante se vuelve lánguido y arrugado y sus pechos tersos y redondos se secan como pasas y cuelgan, mustios, como pellejos. –Naz depositó el collar en la caja con delicadeza y se la entregó a su discípula–. Cuando hayas acabado, vuelve aquí y prepara a uno de los niños. Esta noche volveremos a encender el fuego.

El alquimista se levantó de la silla y acompañó a su discípula a la puerta.

–¿A cuál de los dos prefieres que prepare, maestro? –preguntó Zebipa.

Naz abrió la puerta y la invitó a salir con un gesto.

–Por esta vez, elige tú.

* * *

Zebipa avanzaba por las callejuelas de Hal’lisahn envuelta, de los pies a la cabeza, en su capa gris. Atardecía y los lampareros recorrían las calles encendiendo las lámparas de sebo que colgaban de una gruesa soga atada a ambos lados de la calle. Solo las avenidas principales estaban iluminadas y, en la mayoría de los casos, las lámparas no durarían toda la noche encendidas. Llegada a un cruce, dejó pasar una caravana de carromatos provenientes del zoco. Las enormes ruedas rodaban lentas por el suelo embarrado, produciendo un sonido viscoso, y en las esquinas comenzaban a arder braseros en torno a los cuales se acercaban a charlar conocidos y extraños.

Ojos despiertos, atentos a cada detalle. Manos veloces, ágiles con el puñal entre los dedos. Susurros y secretos. Ajustes de cuentas. Cantos, música y vino. Sexo, violencia y frenesí. Todo ello y mucho más maquillaba el rostro nocturno de Hal’lisahn. La principal diferencia con el día era que sus habitantes se deshacían del velo de hipocresía tras el que se ocultaban de la luz y, durante unas cuantas horas, los bajos instintos gobernaban la ciudad. Pasión y muerte encontrarían acomodo en las estrechas callejuelas de los arrabales. Al amanecer, los vivos rezarían una plegaria a Jizda por los muertos antes de comenzar un nuevo día.

A medida que se acercaba al burdel, Zebipa era capaz de distinguir la brisa marina procedente del puerto. Raras veces se acercaba allí si no era necesario, a menos que Naz le ordenara atender algún asunto en los muelles. La visión del mar la inquietaba. Todo adquiría un significado diferente cuando el horizonte se abría ante ella, liso e infinito. Como si, de repente, en el laberinto de Hal’lisahn ofreciese una enorme salida, un lugar por donde se colara una bocanada de aire fresco y salado que saneara las embotadas esquinas de la ciudad.

Zebipa se preguntó si alguna vez estuvo a tiempo de embarcarse en uno de los hermosos barcos de velas triangulares que surcaban la bahía y dejar atrás la ciudad. Los días despejados podían advertirse al otro lado del estrecho, las montañas grises de Pártenas recortadas contra el cielo azul, y más allá, recorriendo la costa, se encontraban las otras hermanas, Tilos y Mélive, y más lejos aún, el reino de Etria y otras regiones que no conocía. ¿Quién sabe? Tal vez en una de ellas estuvo alguna vez su hogar. Pero no tenía modo de saberlo y apenas le quedaban recuerdos de su vida antes de las minas. Si cerraba los ojos, casi podía distinguir un prado de verde oscuro mojado por el rocío de la mañana, el fuego del lar desde la cama o las reuniones de mujeres en torno a un pozo los días soleados.

Todos aquellos recuerdos se aparecían lejanos y borrosos en el presente. Quizás si hubo un tiempo, un instante corto y fugaz, cuando todavía era una niña, en el que acudía al puerto a ver partir las naves preguntándose a que destinos se dirigían. Solía pasear entre la multitud, con el oído atento, tratando de reconocer palabras que le recordaran a la lengua que hablaba su madre. Se hubiera lanzado sin dudar a la borda del primer barco en el que hubiera escuchado una palabra conocida. Jamás escuchó ninguna y, con el tiempo, la lengua de su pueblo murió en su interior, y con ella sus esperanzas de dejar Hal’lisahn. Había comprendido que ya no podría escapar. No después de todo lo que había pasado junto a Naz. El camino que habían recorrido juntos había sido arduo y oscuro y conducía a un solo destino.

Zebipa continuó avanzando sin prestar atención a su alrededor. Una parte de sí misma no caminaba con ella. Antes de partir había pasado por la cocina para comer algo. Allí, Arni y Efrá seguían moliendo los huesos de su difunto compañero cuando los dejó. La joven se los había quedado mirando fijamente mientras engullía la comida: pescado ahumado, pan con aceite, higos secos y unas pocas uvas. Mientras comía no dejaba de pensar en las palabras de su maestro. Hasta ahora nunca le había tocado elegir a cuál de los niños sacrificarían. ¿Por qué ahora, de repente, se le concedía esta responsabilidad? Zebipa los observó trabajar. Se fijó en sus caras sucias, sus brazos delgados y la ropa vieja y raída que vestían. Ambos tenían un aspecto lastimoso. Arni la miró de reojo, como si intuyera las tribulaciones por las que estaba pasando, pero enseguida apartó la mirada y siguió machacando huesos. Los ojos de la niña eran grandes, azules y fríos. Ojos profundos y afilados, capaces de convertir en diana todo aquello que apuntaran. Ojos que ocultaban una mente despierta y curiosa. ¿Serían los suyos los que cerraría esa noche?

Sacudió la cabeza tras cruzar una esquina y se olvidó del tema. «Ganado» —se dijo—, «son ganado» —repitió para sí—. Ya estaba a pocos metros del burdel. Respiró hondo para llenarse de valor y echó la mano al bolsillo interior de la capa donde guardaba el paquete para Madame Yarla; acto seguido, con la yema de los dedos, acarició la daga del cinto. Al llegar frente a la entrada, indicó a los guardias que venía de parte de Nazaroth, el brujo. Uno de ellos la recorrió de arriba a abajo con la mirada antes de invitarla a entrar con un ademán receloso.

Madame Yarla poseía uno de los mejores burdeles de la ciudad y a menudo podía verse frecuentando su establecimiento a la flor y nata de Hal’lisahn. Una puerta en forma de arco, con la madera pintada de amarillo, daba acceso al piso inferior. En el vestíbulo, un eunuco con la cabeza afeitada y pendientes dorados la invitó a esperar. A solas, Zebipa recorrió la estancia con los ojos. Las paredes estaban decoradas con hermosas cenefas procedentes de Tejh’mira. En el centro de la estancia se alzaba una fuente en forma de concha en cuyas aguas crecían diminutos nenúfares rosados, y junto a la puerta que daba al interior del local se encontraba un candelabro con una gruesa vela encendida que desprendía un agradable olor a canela. Esperó durante media hora hasta que, por fin, la hicieron pasar. El salón principal del primer piso era una estancia amplia y diáfana. Una serie de cortinas de seda la dividían en secciones y en el centro, sobre un escenario, los músicos amenizaban la velada. El humo de las pipas de agua se acumulaba en el ambiente y se mezclaba con el aroma dulce del incienso. Hombres y mujeres jóvenes servían vino y comida a los clientes, que descansaban sobre grandes cojines de colores. Mientras atravesaba la sala, Zebipa alcanzó a distinguir, a través de las sedas, las siluetas despreocupadas de varios clientes entregados al placer de la carne. En la planta superior se encontraban las estancias privadas. Allí los clientes que lo solicitaran disponían de mayor privacidad, siempre que sus bolsillos pudieran permitírselo. En el último piso, bajo la cúpula del edificio, se encontraba el despacho de la matrona.

Madame Yarla se hallaba inspeccionando a media docena de adolescentes que se incorporarían al trabajo esa misma noche, cuando una criada de tez oscura dio paso a Zebipa. La matrona chasqueó los dedos al verla entrar. Al oír la señal, los jóvenes se vistieron deprisa y abandonaron la estancia en fila seguidos por la mujer de piel oscura, que lucía una expresión severa. Madame Yarla hizo un gesto invitándola a tomar asiento, pero Zebipa se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y permaneció de pie con los brazos cruzados por detrás de la espalda.

–Nazaroth os pide que aceptéis este presente como muestra de su buena fe –dijo la joven.

Madame Yarla la miró arqueando una ceja. Era una mujer hermosa, de actitud altiva, ojos penetrantes y maneras refinadas. Portaba un vestido de color púrpura con ribetes granates y dorados en las mangas y en el dedo índice usaba un anillo de oro con esmeraldas engarzadas.

La matrona encendió una larga y fina pipa de metal y exhaló una bocanada de humo avainillado. Al abrir el paquete, su rostro cambió y su expresión escéptica se esfumó de golpe, al tiempo que un destello codicioso y rojizo atravesaba sus pupilas. Dejó la pipa sobre la mesa y, con cuidado, tomó el collar para probárselo.

–Mi maestro quiere saber si vais a aceptar la propuesta que os hizo hace varias semanas. De ser así, os pide que luzcáis ese collar durante la noche acordada, frente al Bajá –apuntó Zebipa.

Madame Yarla parecía no haber escuchado ni una palabra. Se había puesto de pie frente a un espejo y observaba cómo le sentaba el collar alrededor del cuello.

–Tu maestro es muy generoso, muchacha. Las gemas son aún mejores de lo que prometió –dijo al fin–. No obstante, su oferta es arriesgada. Demasiado arriesgada. ¿Qué sería de mi negocio si un hombre como Mejamut sufre algún daño bajo mi techo? ¿Qué dirían mis otros clientes? Sería la ruina para Madame Yarla. –Durante un instante, la matrona la inspeccionó en el reflejo del espejo–. No sé qué asuntos tiene «Caraquemada» con el Bajá Mejamut, pero este repentino interés nos pone en peligro a los dos.

Zebipa, se acercó lentamente a la matrona hasta llegar junto a ella.

–Cuidado, Madame Yarla. A Nazaroth no le gusta ese apodo y, en cualquier caso, los asuntos de mi maestro son solo suyos. Me ha pedido que os recuerde los favores que le debéis.

La joven sujetó por la cintura a la matrona. Su piel olía a lavanda y cítricos.

»Miraos bien, Madame Yarla. La edad os es amable. ¿No deseáis que continúe siendo así de gentil con vos? –susurró en su oído–. Un favor por un favor es todo lo que os pide mi maestro y, en retorno, él continuará suministrándoos vuestro querido tónico para que vos podáis seguir vistiendo vuestra hermosa juventud. –Zebipa hizo una pausa y dejó que sus palabras dibujaran una sombra en el rostro de la matrona. La mujer permaneció en silencio unos instantes, con los ojos puestos en la nada–. ¿Y bien? Decidme, Madame Yarla, ¿qué mensaje entregaré a mi maestro?

* * *

Las llamas tardaron varias horas en consumirse del todo y, cuando el ritual terminó, Naz abandonó la sala con otro rubí en su poder. A la mañana siguiente, Zebipa llevó a cabo sus tareas pensativa. Durante mucho tiempo había sido como esos críos y, en todos aquellos años, vivió preguntándose cuando le llegaría el turno a ella, pero el momento nunca llegaba. Nuevos compañeros acudían a la torre y antiguos amigos desaparecían, hasta que un día Naz la invitó a subir la escalera de caracol que conducía a la última estancia y allí la obligó a presenciar el ritual del fuego. Horrorizada, contempló cómo las llamas resolvían el misterio tras las desapariciones de sus compañeros. El hedor que impregnó el aire la hizo vomitar. Tuvo que cubrirse el rostro con las manos para no ver el infierno que se desataba ante ella y, cuando no pudo más, se desmayó.

Horas después abrió los ojos en una habitación que no reconocía. La estancia tenía un pequeño escritorio y un baúl a los pies de la cama. Junto a la puerta colgaba un espejo, y en la esquina se encontraba Naz observándola, envuelto en su capa negra. Lentamente, se acercó hasta la cama y acarició la frente de la cría con delicadeza.

–Siento que hayas tenido que presenciar algo así, Zebipa. –Su expresión era de hielo, pero su tono era sincero–. Me temo que, en ocasiones, mi propósito requiere de momentos como el que has vivido. Ahora ya conoces mi secreto, pequeña. –Naz comenzó a desabrocharse los botones de su camisa–. Te preguntarás por qué lo hago, pero antes quiero mostrarte algo.

Aquella fue la primera y la única vez que el alquimista mostró la horrible cicatriz que adornaba su pecho en su presencia. Realizada a fuego durante su estancia en las minas, símbolo de su pasado de esclavitud. Al verla, Zebipa palideció, pues era idéntica a la que manchaba su hombro derecho.

–¿Cuántos años pasaste en las minas? –preguntó el alquimista con una extraña amabilidad–. ¿Tienes a alguien allí?

Zebipa guardó silencio y negó con la cabeza. Naz se percató del dolor en el rostro de la pequeña y, por un segundo, se estremeció recordando a los suyos.

–Lo siento mucho, pequeña –continuó Naz.

La niña hizo un esfuerzo por contener el llanto y retorció la sabana con rabia. El alquimista posó una mano llena de quemaduras sobre el brazo de la niña y preguntó con suavidad.

–Dime una cosa, Zebipa, ¿te dice algo el nombre de Mejamut?

Con los años llegó a odiar con toda su alma ese nombre, hasta el punto de que para borrarlo de su hombro se raspó la piel hasta volver indistinguibles las siglas del señor de las minas. Se paró un segundo antes de llamar a la puerta y se acarició la marca del hombro. Cuando entró en la habitación, Naz ya había terminado de engarzar el último rubí.

–Desnúdate –ordenó, sin mirarla, señalando un taburete dispuesto frente al espejo. La muchacha obedeció–. Y ahora, cierra los ojos.

Zebipa notó el frío del metal en su piel a medida que Naz iba colocando las cadenas.

–Ábrelos –dijo al fin.

La joven contempló su reflejo emocionada. La pieza era una obra maestra digna del mejor orfebre, compuesta de finas cadenas de oro que recorrían el cuerpo entero de la muchacha y en las que, una a una, Naz había ido engarzando docenas de rubíes que brillaban como ascuas. Zebipa se giró hacia su maestro entusiasmada.

–Aún hay más –dijo el alquimista, y de un cofre sobre la mesa extrajo una hermosa tiara dorada coronada por cinco enormes rubíes que refulgían como cinco llamas.

Naz colocó la tiara en la frente de Zebipa y comenzó a dar vueltas a su alrededor moviendo las cadenas de oro, ajustándolas a las curvas de la joven. Cuando por fin estuvo satisfecho, se alejó de la muchacha y se dejó caer en la silla del escritorio para admirar su obra.

–¿Es como lo habías imaginado, maestro? –preguntó la joven.

Naz la examinó con detenimiento. Las cadenas se ajustaban a las curvas de la muchacha a la perfección. Desde el cuello hasta la ingle, los rubíes se pegaban a su cuerpo como una enredadera acentuando sus caderas, acariciando las costillas y atravesando el esternón para dejar al descubierto sus pequeños senos rosados. Las gemas se perdían alrededor del cuello formando una trenza dorada que caía hasta la mitad de la espalda. La melena pelirroja de la joven hacía el resto. Sus ojos adolescentes brillaban destilando un torbellino de emociones que no podía ocultar. Su cuerpo había florecido hasta convertirse en una joven esbelta de facciones aniñadas, redondas y pecosas. No había miedo en su mirada. Al contrario, irradiaba coraje y en ella ardía un ímpetu que solo conoce la juventud. El alquimista respiró hondo.

–Es mejor –concluyó–. ¿Recuerdas los pasos?

Zebipa asintió. Descendió del taburete y comenzó a bailar una danza de lo más sugerente. Naz observó a la muchacha repetir los movimientos que tantas veces habían ensayado y, en su mente, deshizo el camino que lo había llevado hasta ese momento. Mientras la joven bailaba, trató de contar los rubíes. Uno a uno fue poniéndoles nombre, y al acabar de contarlos su rostro se ensombreció al pensar que, en realidad, eran tantos.

* * *

La noche acordada, Zebipa acudió a despedirse de su maestro. Al llegar a la última estancia de la torre, abrió la puerta y allí encontró a la pequeña Arni ocupada con sus nuevas tareas. Naz la esperaba afuera, en el balcón.

–¿Maestro?

Naz se dio la vuelta y la miró con tristeza. Su rostro esgrimía una expresión triste que no conseguía disimular. Zebipa esperó instrucciones, pero el brujo permaneció en silencio.

–¿Estarás mirando, maestro? –preguntó, al fin, la muchacha.

Naz se adelantó hacia ella y le acarició la mejilla.

–Por supuesto. Has hecho un buen trabajo, Zebipa. Has hecho un buen…     –La voz de Naz se perdió entre murmullos. Sus ojos se clavaron en el infinito y, por un momento, pareció no estar allí.

Zebipa le tomó la mano y la apretó con suavidad, trayéndolo de vuelta. La joven extrajo una moneda de su bolsillo y la depositó en la palma quemada de su maestro. Ninguno dijo nada. Al llegar a la puerta, Zebipa se detuvo un segundo. Arni la observaba de reojo. La niña sería un óptimo relevo. Antes de salir, dirigió una sonrisa amable a la pequeña y, en silencio, le deseó suerte.

* * *

Aquella noche el burdel de Madame Yarla estaba lleno de clientes. En el segundo piso, en una estancia privada, Mejamut iba ya por su tercera jarra de vino cuando la mujer anunció que, por fin, había llegado la sorpresa que haría las delicias del Bajá.

Mejamut descansaba recostado sobre un gigantesco cojín de terciopelo celeste. Era un hombre gordo y tosco, y llevaba la cabeza completamente afeitada. Su piel morena brillaba recubierta por una película de polvo de oro que sus sirvientes se encargaban de esparcir cada mañana, vestía de fina seda blanca y la camisa abierta dejaba entrever el amplio tórax repleto de pelo negro. En sus dedos, gruesos como salchichas, lucia enormes aros de oro con gemas y perlas engarzadas. Tenía las sienes empapadas de sudor y sus ojos vidriosos y somnolientos se movían perezosos a causa del alcohol.

El señor de las minas apuró la copa y con un ademán indicó a Madame Yarla que se ahorrase las presentaciones, esa noche estaba especialmente animado.  Al llegar al burdel, la visión de los rubíes colgando del cuello de la matrona había despertado su curiosidad, pues a pesar de su cuantiosa riqueza, el señor de las minas jamás, en toda su vida, había visto semejantes gemas. Madame Yarla había prometido conseguirle un puñado de aquellos raros ejemplares de rubíes incandescentes y, por si fuera poco, la matrona le había confesado que esa misma noche le tenía reservada una sorpresa muy especial. Un servicio pensado exclusivamente para un hombre de su talla.

La mujer abrió la puerta y dejó pasar a una figura encapuchada que avanzó hasta situarse frente al Bajá. La joven, de rostro redondo e infantil, lo miraba directamente a los ojos esbozando una sonrisa pícara que logró despertar un repentino cosquilleo en la entrepierna de Mejamut. Sin mediar palabra, Zebipa se quitó la capucha y, con un movimiento de cabeza, dejó en libertad su larga melena pelirroja y en la frente brillaban con fuerza cinco rubíes enormes. Mejamut reconoció de inmediato las gemas y lanzó una mirada atónita a Madame Yarla, quien se limitó a sonreír y a asentir gentilmente.

La matrona dio un par de palmadas y, tras un biombo, las sombras de unos músicos comenzaron a tocar una melodía dulce y sinuosa. Zebipa se despojó de la capa y dejó al descubierto su cuerpo desnudo decorado por docenas de rubíes llameantes. El señor de las minas se incorporó boquiabierto ante aquella visión. Lentamente, las cadenas de oro comenzaron a tintinear a medida que la muchacha contoneaba suavemente las caderas. La música fue cobrando intensidad y Zebipa inició su danza del vientre sin perder de vista los ojos del Bajá Mejamut y el obsceno deseo que ardía en sus pupilas.

La joven hizo gala de una magnífica elasticidad y de un talento singular para la contorsión. Sus movimientos precisos sacudían las cadenas, haciéndolas tintinear y, cuando giraba, su melena rojiza la seguía de cerca surcando el aire de la estancia. Para cuando la música cesó, Mejamut no tenía ojos para nada ni nadie más en la habitación. El Bajá ordenó a todos que se marcharan y una vez a solas, se incorporó del cojín con dificultad y, tambaleándose, se acercó a Zebipa. Su aliento era pesado y apestaba a vino, y su piel tibia y sudada; consiguió arrancar un escalofrío a la muchacha cuando la tomó por la espalda y le estrujó los senos con sus enormes manos. La joven pudo sentir su erección cuando este la apretó contra sí. Zebipa logró zafarse del abrazo y, alejándose del hombre, avanzó hasta el enorme cojín de terciopelo celeste. Una vez allí, se acostó con suavidad y abriéndose de piernas, invitó a Mejamut a aproximarse.

El señor de las minas sonrió complacido y caminó torpemente hasta el cojín para dejarse caer sobre la muchacha. Zebipa se apresuró a abrazarlo con fuerza mientras el Bajá forcejeaba con sus pantalones, el peso de su enorme cuerpo la aplastaba y le costaba respirar. En aquel instante, Zebipa recordó las palabras de su maestro el día en que decidió confiarle su plan.

–¿Ves esto? –preguntó Naz mostrándole un rubí que brillaba como un ascua. La niña se inclinó sobre la mano para verlo mejor–. Esto, Zebipa, es un corazón de fuego. Es una gema muy especial. En su interior se esconde el fuego de la vida. La esencia que el mismísimo Meraj nos otorga al nacer está condensada en estos rubíes.

–¿Para esto sirven los sacrificios? –preguntó Zebipa frunciendo el ceño.

Naz asintió y le tendió el rubí a la pequeña

–Adelante, cógelo. Está caliente, ¿verdad?

Zebipa sonrió curiosa. La inocencia de la niña resonaba en el interior vacío del alquimista, ocupando todo el espacio.

–Estas gemas no son gemas corrientes, Zebipa. Son gemas mágicas y tienen una peculiaridad muy especial. Aquellos que conozcan la manera pueden desatar su tremendo poder. –Naz le entregó un trozo de pergamino con una palabra escrita–. No la leas en voz alta –advirtió–. Solo memorízala. Cuando estés con Mejamut y el momento haya llegado, di la palabra y desatarás el poder de las gemas, ¿entendido?

Zebipa se había pasado media vida esperando ese momento y ahora, por fin, había llegado. «Presta atención, maestro» —pensó—. La muchacha se aferró con fuerza al cuello del hombre y le susurró algo al oído. Este se detuvo y la miró con el rostro extrañado. De repente, las gemas brillaron con un fulgor inusitado quemándoles la piel a ambos. Mejamut aulló de dolor y, retorciéndose, trató de liberarse del abrazo de la joven, pero era tarde: los brazos de la muchacha se cerraban con fuerza alrededor de su cuello como un collar de hierro y el dolor de las gemas ardiendo se clavó en su interior, atravesándolo como puñales al rojo vivo. Zebipa cerró los ojos y una cascada de pensamientos se derramó sobre ella: su familia, la mina, Naz, la visión de los barcos surcando la bahía, los cuerpos ardiendo sobre el altar, Arni y sus ojos de un azul intenso… Respiró hondo y una parte de si misma se desprendió de su cuerpo segundos antes de que la habitación estallara en una enorme bola de fuego que sacudió el edificio. En la planta baja, Madame Yarla profirió un alarido aterrador cuando el collar que colgaba de su cuello explotó, sin previo aviso, convirtiéndola en una antorcha humana. La mujer tuvo tiempo de recorrer el salón principal del burdel, gritando de agonía, antes de caer al suelo muerta para horror de todos los presentes.

Lejos de allí, en la otra punta de la ciudad, Naz, el brujo, observaba el incendio desde su balcón en lo alto de la torre de Saboreth. En una mano apretaba una luna de plata y por su rostro lleno de cicatrices se derramaban lágrimas de dolor y tristeza.


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